miércoles, 27 de febrero de 2013

Pensando En Ti He Vuelto A Sonreir


Pensando en ti he vuelto a sonreír, ha sido sin querer igual que tu amor, ese amor de segunda mano que me vendiste como nuevo en un mercadillo de ocasión. Quizá debí fijarme en los partes de accidente que había dado tu corazón, o en los arañazos de tus palabras, pero sólo tuve ojos para soñarte habitando mi piel.

Pensando en ti he vuelto a sonreír gracias a esos pequeños detalles que la pasión había relegado. Un te quiero agazapado entre algunas copas, una mirada que abandonaste en mi espalda, dos caricias precipitadas que acabaron en gestos. Detalles que bastan para entender mi amor, pero que son insuficientes para comprender la ausencia de tus sentimientos. El roce de tu pierna en la madrugada, un grito que me entregaste en la montaña rusa, el susurro de tus labios en mi boca.

Fotografías de instantes que sólo yo he vivido, porque sólo yo he amado. El llanto de las olas cuando salías del agua, dos borracheras sin alevosía pero con mucho vodka, el gemido que me anunció tu primer beso.

Pensando en ti he vuelto a sonreír, ha sido sin querer igual que tu amor.  

domingo, 24 de febrero de 2013

El Soñador Ajeno


Fumaba sigilosamente, sin tragarse el humo, dejando que escapase de su boca en pequeñas manadas blanquecinas de dibujos abstractos ansiosos de libertad; manadas que se diluían en el aire de la habitación según iban ascendiendo hacia el techo artesonado. A su lado Gabriela dormía el atardecer.
Por un momento tuvo la tentación de besar con sus dedos aquella piel de nube y fuego; de posar sus labios en aquel vientre sereno que se ondulaba hacia un placer infinito; o de acariciar su espalda con susurros de amor. Pero optó por el silencio, por deleitarse con su figura ribeteada contra una sábana que se sumergía entre sus muslos. Observaba cada tonalidad de su carne, cada poro, cada línea trazada en el folio de sus manos. Le excitaba pensar que sólo él podía gozarla en ese instante mágico pleno de ternura; que en aquellos minutos era tan suya como su propio nombre; que jamás nadie le podría robar la curva de sus pechos semiocultos entre la ropa, ni el olor del sueño que ella respiraba.
Las líneas de sus largos dedos dibujaban aquí un triángulo y allá un rombo. Por la parte de los nudillos, las figuras geométricas se deformaban y eran difíciles de describir. En la falange del dedo índice lucía un lunar, leve como un suspiro y sonrosado como una virgen.
“¿Por qué es tan perfecta?” – Pensó.
No encontró ninguna respuesta. En realidad todos ignoramos el motivo por el que despertamos alguna pasión en otra persona. Nunca sabremos por qué nos aman,  ni comprenderemos por qué nos odian. Toda nuestra vida está llena de preguntas. Preguntas que nunca sabemos responder pero que siempre son resueltas por alguien que se cruza casualmente en nuestro destino; y ese alguien tiene un nombre que, por primera vez, Amadeo arrullaba complacido.     
.- ¿Qué haces? – Susurró Gabriela entrecerrando los ojos al recibir la luz dorada que entraba por el arco de la ventana.   
.- Amarte.
Y ella sonrió complacida, y le acarició con ternura, y le abrazó cuando él intentó escabullirse porque tenía que ir a la feria, sujetándole con sus besos hasta que la razón se volvió deseo, hasta que en el cuarto volvió a resonar el gong de la alegría y los gemidos se quebraron como el cristal.

jueves, 21 de febrero de 2013

Tu Sonrisa Tiene Balcones Que Dan A La Luna


Corren vientos negros, vientos disfrazados de noche que tapian sonrisas. –Me  confesaste mientras yo soñaba con el diálogo de tus manos– Y en su oscuridad he descubierto que la soledad es mentira, que a ti y a mí, el infortunio nos hace compañeros de lágrimas. De lágrimas desahuciadas de versos y rimas, de lágrimas sin trabajo, o de ida y vuelta que nos sorprenden en cada esquina.

Corren vientos negros, vientos disfrazados de noche que tapian sonrisas. Continuaste con un tono de rebajas que me obligó a entrar en tu desilusión sin que abrieses la puerta. Y allí te pinté de azul los bordes, te escribí en un sentimiento fugaz que Lennon sigue cantando Imagine desde nuestra conciencia, que no pueden tapiarte la sonrisa porque yo vivo en ella, que no pueden porque tiene balcones que dan a la luna,  y en ellos me asomo, y en ellos te quiero.
                                                                
Corren vientos negros. Pero tu sonrisa tiene balcones que dan a la luna.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Desdicha


Un día comprendió cómo sus brazos eran
solamente de nubes;
imposible con nubes estrechar hasta el fondo
un cuerpo, una fortuna.

La fortuna es redonda y cuenta lentamente
estrellas del estío;
hacen falta unos brazos seguros como el viento,
y como el mar un beso.

Pero él con sus labios,
con sus labios no sabe sino decir palabras;
palabras hacia el techo,
palabras hacia el suelo.

Y sus brazos son nubes que transforman la vida
en aire navegable.
                                                                                   L. CERNUDA

domingo, 17 de febrero de 2013

He Vuelto A Soñarte, ya ves


He retornado a tus sueños sin sentir el vértigo que me proponía la llegada de tus labios. Será porque la vida ha pasado mi página sin poner el punto de lectura. O porque nuestro amor tiene más de leyenda que de locura.

He vuelto a soñarte, ya ves.

Y rápidamente he sacado el cajón en donde guardaba para ti un cuento sin enanitos, dos flores secas, tres canciones mojigatas y un recuerdo sin recordar. Dos soldaditos de plomo, un retrato vacío y una isla sin mar. Un beso de escayola, un parche de pirata y una frase disfrazada de refrán. Unas vacaciones sin destino, un sombrero de payaso y mil sentimientos sin estrenar.

He vuelto a soñarte, ya ves.

viernes, 15 de febrero de 2013

El Indignado Y El Pelo De La Oreja


Me había pasado toda la mañana intranquilo, con una sensación extraña de que no recordaba algo importante, vital.  No conseguía centrarme en la entrevista de trabajo y continuamente me palpaba los bolsillos buscando un detalle que me diera una pista. Fue inútil. Cuando llegué a casa la impresión se acrecentó y sin dudarlo me fui corriendo a la cajita de ébano de Ceylán que guardo en el primer cajón de la mesilla. Al abrirla sentí una sacudida, una conmoción que ascendió como un torrente impetuoso desde el corazón hasta la cabeza. No estaba. Me lo habían robado. ¡Me habían robado mi futuro! Exclamé con un grito de dolor que me clavó miles de alfileres en las sienes.
Intenté serenarme controlando la respiración como me enseñaron en las clases de yoga. Quizá la última vez que lo repasé, sin darme cuenta, lo había guardado en otro lugar. Miré en el mueble chino donde dejo los boletos de la primitiva, en el secreter entre los sueños profesionales, en el arcón del dormitorio  junto a los juguetes de látex; el resultado siempre fue el mismo, nada, ni rastro de mi futuro. Desesperado, hundido, con el alma más atea que nunca, me fui al baño para refrescarme la cara. Entonces, al mirarme en el espejo del lavabo, observé otra horrible noticia: ¡Tenía un pelo en una oreja! Ofuscado por el hurto y humillado por ese signo de temprana decrepitud, lo agarré sin miramientos y tiré de él con fuerza. El pelo sobresalió una cuarta pero seguía balanceándose con insolencia, riéndose de mi desgracia. Tiré, y tiré, y tiré, y cuando me quise dar cuenta me había destejido la oreja como un jersey de rebajas. Sólo me quedaba la mitad del lóbulo y un pelo largo que colgaba como un pecado inconfesable hasta acunarse en el suelo. Ahí me derrumbé.
Un soltero, sin una oreja y sin futuro. Antes de llamar a mi madre llegué a sopesar la opción del suicidio. Mi madre, como todas las madres, siempre tiene soluciones para las desgracias. Me hizo una madeja con el pelo y me la pegó a lo que quedaba del lóbulo con una tirita para que aguantase mientras buscábamos el futuro por toda la casa. “Se puede tener un hijo sin oreja, pero sin futuro…” los puntos suspensivos se me clavaron como una daga porque denotaban que me hacía responsable del robo. Sin ninguna muestra de cariño se remangó la rebeca para poner la casa patas arriba, y no es una metáfora. Los vecinos del piso de arriba protestaron porque durante unos minutos estuvieron viviendo en el sótano. Rebuscó en el congelador ya que, según ella, en las últimas semanas me sentía muy frío. Rastreó en el armario de la habitación hasta encontrar una caja de preservativos caducada. Cuando iba a tirarla avergonzado, no por su hallazgo sino por no haberla estrenado, me la quitó de la mano. “Trae, estos los puede usar tu padre con la guarra del segundo”. Ante el resultado infructuoso de la búsqueda, me sacudió un pescozón. “Anda, tira para urgencias”.
 En el hospital la situación empeoró considerablemente. Con los recortes en sanidad no había ningún médico disponible, y me atendió un curandero peruano que trabajaba en el servicio de limpieza pero que, dada la escasez de personal, había montado una consulta privada en el hueco de las escaleras. Sus palabras no pudieron ser más desalentadoras. “Esto son los síntomas del estrés por haber perdido el futuro. Sólo se arregla con cirugía plástica y no la cubre la seguridad social, pero mi mujer teje unas rebecas preciosas, le puede hacer una oreja de ganchillo, es fresquito en verano y caliente en invierno. Tenga, por si se decide”. Me dio una tarjeta y se fue a atender a otro paciente al que se le había salido el corazón por la boca con el susto de quedarse sin futuro. 
Mientras me decidía por la oreja de ganchillo sencilla, a un sólo color, o por la de luxe, con motivos peruanos, nos fuimos a comisaría a presentar una denuncia por el robo. Mi madre se agarró con desesperación a mi brazo al observar la cola de personas extrañas que había unos quinientos metros antes de llegar. Uno llevaba un pie en la mano y apoyaba el muñón en una guía de teléfonos,  otro llevaba dos tiritas de celofán en los ojos para que no se le cayeran,  un pobre anciano llevaba a toda su familia subida a la espalda y no podían separarse, lo llamaban el síndrome del siamés en paro. “¡Te la dejo barata!”, gritó un cachondo cuando pasé por su lado, a él le había salido una oreja en la frente.
El policía que nos atendió con displicencia me dio fecha para presentar la denuncia; debía volver el uno de Mayo, el significado de la fecha me dolió más que la lejanía, éramos casi diez millones de víctimas y resultaba imposible que todas presentáramos la denuncia al mismo tiempo. La cola que había fuera era de los desgraciados que tenían que presentarla hoy. Tras una regañina por haberme dejado robar el futuro, nos echó a cajas destempladas pidiendo que no le hiciéramos corrillos.
Al llegar a casa mi madre se echó a llorar desesperada. Con lo que había trabajado toda su vida y ahora le robaban el futuro a su hijo. Calmé la rabia fundiéndome con ella en un abrazo para absorber su sufrimiento, su indignación, su dolor; y en ese instante sentí que una energía especial me recorría todo el cuerpo, que el miedo se había desvanecido, que ya no tenía nada que perder. Me quité la tirita y permití que la madeja del pelo se desenrollase y cayera hasta el suelo. Después lo corté. Se habían acabado los parches. 
Me dirigí al congreso de los imputados en silencio, y en silencio me senté frente a los leones. No habían pasado ni dos minutos cuando una anciana apoyó su mano en mi hombro y se sentó a mi lado. A continuación fue un padre con sus hijos, y más tarde un abuelo con sus nietos. La gente que pasaba por allí nos veía en silencio y se iba sentando en la acera, respetando nuestra indignación y sumando la suya sin necesidad de cruzar unas palabras. Cuando nos quisimos dar cuenta ocupábamos toda la calle hasta a la plaza de Neptuno. Entonces llegaron los antidisturbios con toda su parafernalia, se bajaron de los furgones armados para una guerra en la que se habían equivocado de enemigo, y parapetando su vergüenza en los cascos nos miraron a los ojos. Uno de ellos, que no soportó más injusticias, tiró el escudo al suelo y, tras hacerme un gesto compasivo por lo de mi oreja, se hizo un hueco a mi lado. El resto miró desconcertado al sargento sin saber qué hacer. Por su emisora de radio escuchamos que las personas sentadas llegaban hasta la plaza de Cibeles, y que un arroyo de silentes bajaba por la Castellana. El Sargento imitó a su compañero y dejó todos sus pertrechos en el suelo antes de sentarse. Fue sorprendente que a partir de ese momento, se dejaron de escuchar ruidos de motores o voces, y empezamos a relajarnos con el canto de los pájaros en pleno centro de Madrid.
Estuvimos dos días sentados. Más  de treinta millones de personas en diferentes ciudades pararon cualquier actividad para ofrecer su silencio como repudio ante el atraco que nos habían hecho a todos. Dimitieron políticos, jueces, sindicalistas, los corruptos fueron a la cárcel y tuvieron que devolver cada euro robado. Nos quisieron echar de la eurozona por las medidas adoptadas pero, contagiados por nuestro impulso, los ciudadanos del resto de países repitieron la misma estrategia.
El pueblo había sido capaz de recuperar su futuro.

Ah, se me olvidaba. Yo me puse la oreja de luxe, con motivos peruanos, y debo reconocer que me favorece. Hasta he encontrado trabajo en una tienda de ropa de punto.    
       

domingo, 10 de febrero de 2013

La Lluvia Equivocada de Agosto


Me duele la lluvia de agosto, equivocada, vacía, y el discurso amenazante de tu silencio. Me duele el reloj que nos aleja del tiempo, y ese mar que busca en tu piel el sabor de Alejandría.

Me duele el rayo que no surge de tu pecho, y las sombras que se esconden en la noche por temor a la oscuridad. Me duele que  Ray Charles no nos cante Yesterday a solas, y que tu gato no me quiera hablar. Me duele no saber deletrear las palabras que  conducen a tu nombre, y el olvido que se olvida de olvidar.

Me duele la lluvia de agosto, equivocada, vacía. 

sábado, 9 de febrero de 2013

Las Personas Deben Llevar Etiquetas


Mi pasión por las etiquetas surgió al ganar un premio de poesía moderna recitando la etiqueta del detergente Ariel Ultra. Así, a primera lectura, os sonará raro, al jurado también y por eso me dieron el premio. En su defensa, diré que la recité con un dramatismo digno de cualquier poema de Miguél Hernández, y como hoy, en poesía, se lleva mucho reflejar sentimientos con palabras que ni siquiera existen, ningún miembro quiso quedar como inculto y alabaron mi ingenio. Cuando me entregaron el diploma les dije: Gracias, zeolitas. Y todos aplaudieron con fervor. Zeolitas, para los neófitos en etiquetas de detergentes,  son una partículas minerales que lleva el susodicho producto y que comprenden silicatos alumínicos y alcalinotérreos. ¿A qué se os ha quedado cara de jurado? No aplaudáis como ellos que continúo;  desde ese día he dejado de leer novelas, cuentos, incluso relatos cortos, porque he llegado al convencimiento de que todo lo que no quepa en una etiqueta es superfluo, de verdad, son ganas de enrollarse, paja en resumen. Ahora mismo estoy preparando unas oposiciones a corrupto y no penséis que me estoy estudiando el temario, ¡Qué va! Estoy memorizando las etiquetas de las sopas de sobre, al tiempo que aprendo a escribir con una letra que no es mi letra por si algún día investigan de quién es la letra.

Pero toda esta exposición, superflua por supuesto, venía a cuento por una idea que me ha poseído: las personas deben llevar etiquetas. Sí, sí, como cualquier producto, al fin y al cabo también nos consumen. Etiquetas claras, identificativas, sencillas. Etiquetas  que te eviten comenzar una relación con otra persona y tardar años en darte cuenta de que te ha estado engañando, de que no es simpática, ni trabajador, y que ni mucho menos, todo lo que esconde es digno de mostrarse. 
“Soy llorón”. Escueto, conciso. Las mujeres aficionadas a las lágrimas tienen ahí su parcelita para abonar. 
“Soy eyaculador precoz”. Pues muy bien, no hay por qué avergonzarse, otros se muerden las uñas de los pies. A las que no les guste el pecado ya saben que con dos minutos a la semana le van a hacer feliz, y él encantado de no recurrir a las consabidas mentiras: es la primera vez que me pasa, debe de ser por el estrés. Estrés, estrés, anda ya, que eres un “prisas”. 
“Soy guarra”. Aunque no lo aparente está avisando, tú sólo ves la pulida superficie del iceberg pero oculto bajo las ropas de Yves Saint Laurent puede haber un síndrome de Diógenes, o una vasta experiencia en películas para adultos. 
“Soy canalla”. Ideal para sufridoras; el resto de mujeres absténganse de consumirlo sin consultar antes con un especialista. Esto lo añado porque hay muchas chicas que piensan: conmigo va a cambiar. Yo conseguiré que deje de serlo. No, no, ¡Nooooo! ¡Heroína ya fue Juana de Arco, y la quemaron! ¡Ana Bolena dijo esas mismas palabras y todavía anda buscando su cabeza! Quién de joven es canalla, de viejo es cabrón. No falla. No tientes a la suerte que tienes muchas etiquetas por delante. 
“Soy inteligente”. Si la lleva un hombre probablemente sea una presunción, si la lleva una mujer seguro que es una amenaza. 
“Soy ingenua”. Ideal para los hombres que engañan con las medidas. 
“Soy obediente”. La pareja perfecta para aquellas mujeres que les gustaría tener una mascota pero odian a los animales. 
"Soy poligonera".  Nacida para los amantes de la música de Camela.
“Soy político”. Allá tú.

Así podría seguir hasta completar un tomo de más de 1000 páginas al estilo de Gárgoris y Habidis de Sánchez Dragó. Mil páginas que serían innecesarias, fútiles, ganas de talar árboles. Lo único que realmente vale la pena del relato es el título: Las personas deben llevar etiquetas. Todo lo demás, igual que en la vida, si no cabe en una etiqueta es superfluo.

Ya podéis fumar, zeolitas. 

viernes, 8 de febrero de 2013

El Día Que Me Convertí En Brad Pitt


Estoy preocupado porque creo que mi mujer se ha vuelto loca desde mi metamorfosis en Brad Pitt.  Pensaréis que os estoy hablando de una sensación interior, de una mutación psíquica, pero no, es una realidad física: Yo no soy yo. Bueno, soy yo por dentro, pero no soy yo por fuera. Permitidme que os ponga en antecedentes.

Hace un mes me levanté de la cama y mecánicamente, como casi siempre, me metí en la ducha. Cuando comencé a enjabonarme sentí algo raro, mi cuerpo estaba más duro de lo habitual, la flacidez del estómago había desaparecido y entre la espuma me pareció vislumbrar que tenía músculos. En principio lo achaqué a una mala digestión, yo siempre he sido de músculo tímido, pero reconozco que me gustó la dureza, la masculinidad del tacto, incluso llegue a recrearme con la esponja más de lo acostumbrado; la placidez  se acabó al llevarme la mano a la cabeza con el champú y acariciar unas hebras sedosas, suaves, ¿Pelo? ¡Mi calva tenía pelo! Tras lanzar un grito rozando la sorpresa y el júbilo, salí de la ducha para gritar, esta vez de terror, al enfrentarme con el reflejo desconocido de mi propio rostro en el espejo. ¡No era yo! No era yo físicamente. Mis pensamientos estaban dentro de otro cuerpo. Yo hablaba como yo, pensaba como yo, pero ¡No era yo!  Corrí despavorido por la casa esparciendo pompas de jabón por alfombras y muebles, lo que acrecentaba la irrealidad de la escena, deteniéndome en el espejo de la entrada, en el de la habitación, en la pantalla apagada del televisor,  saltando de reflejo en reflejo para asegurarme de que la metamorfosis no era un sueño.  Agotado, y sin saber qué actitud tomar, llegué a la conclusión de que debía de tener un problema en la vista, y no de miopía precisamente, por lo que decidí vestirme y salir sin más preámbulos a la calle para ver si los allegados me reconocían.

El portero me lanzó unos escuetos buenos días que me hicieron sospechar; el camarero del bar, aparte de invitarme al café,  me ofreció un croissant crujiente cuando a diario me servía un bollo acartonado a punto de jubilarse, pero lo que despejó mis dudas por completo fue el encuentro con la vecina del segundo. En dos años sólo me había dedicado un par de bostezos en el ascensor, apuntalados con un saludo de cabeza despectivo, y esa mañana me regaló una sonrisa prometedora mientras me pedía permiso para sacarme una foto con el móvil y me anotaba su número de teléfono en la mano. Después de recibir un cachete en las nalgas y de conseguir, tras arduos esfuerzos, que me devolviera la mano, volví a casa y aguardé angustiado a que mi mujer regresara del trabajo. Y aquí comenzó la extraña sinrazón de Ana. Juzgad vosotros mismos.

Su reacción al entrar por la puerta fue lógica: gritó. No esperaba menos de ella. Intenté calmarla con amabilidad y cuando le expliqué que yo era su marido se tiró a por el teléfono para llamar a la policía. Me pareció correcto, una medida sensata. Yo le arrebaté el móvil y la cogí en brazos, gracias a mi cambio físico podía permitírmelo, con el fin de inmovilizarla y contarle con detalle todo lo que había ocurrido. Para terminar de convencerla, le susurré un secreto de alcoba que sólo ella y yo conocemos y que éste no es el sitio idóneo para difundir. Ana se quedó callada, enmudecida, acolchada en mi pecho que parecía un sofá de tres plazas. Mi primera sorpresa se produjo cuando la solté porque, en lugar de separarse, me agarró con desesperación y se arrebujó de nuevo contra mi cuerpo. Yo achaqué al cariño, y a la agobiante situación, que para aclarar conceptos acabáramos en la cama, y que los aclarásemos tan reiterada y exhaustivamente; pero me inquietó que el desánimo que ocasionaba en mí semejante cambio, ella lo contrarrestara con una actitud cuanto menos positiva. Sin entrar en detalles sobre el sufrimiento que causaría mi ausencia física a mis padres o a mi hermana, problema que ella solucionó con un doloroso: tampoco te quieren tanto, no exageres;  os contaré lo más chocante. Evidentemente no podía presentarme así en el trabajo, los guardias de seguridad no me dejarían pasar y eso conllevaría mi fulminante despido. A mi mujer no sólo no le importó, sino que aseguró que ella ganaba dinero suficiente para los dos; que yo debía quedarme en casa y disfrutar de mi nuevo estado. Esa prueba de amor me conmovió al principio y me intranquilizó cuando al día siguiente cambió la cerradura de la puerta para que nadie salvo ella pudiera entrar o salir. En ese “nadie” estaba incluido yo porque se negó a darme una llave y me prohibió salir a la calle para evitar alarma social.  Continuó su argumento enseñándome una fotografía de Brad Pitt, entre escalofríos le confesé que parecíamos algo más que hermanos gemelos, y alegó que si ese mencionado y famoso actor se paseara por Madrid, armaría tal escándalo que correría peligro mi vida, ya que ocupar un cuerpo ajeno está severamente castigado por la ley, y de nada valdría esgrimir mi inocencia en el intercambio dado los beneficios obtenidos.

Analizando las horribles para mí, y maravillosas para mi mujer, circunstancias, llegamos a la conclusión de que si yo tenía el cuerpo de Brad Pitt, Brad Pitt, lógicamente, debía tener el mío. Obviaré el comentario jocoso que hizo sobre la pobre Angelina Jolie para centrarme en el análisis. Mi obligación era  ponerme en contacto con el actor, aunque fuera viajando a Estados Unidos, para intentar remediar cuanto antes el desagradable suceso. Ana se negó rotundamente basándose en la dificultad que entraña contactar con esos americanos, y añadiendo que ¿cómo iba a salir del país si en mi pasaporte la fotografía era de mi anterior estado físico? Ahí me desarmó.  Sólo podíamos esperar a que se pasara el efecto de la metamorfosis y mientras vigilar con atención la próxima película que estrene el actor para ver si está utilizando mi cuerpo en beneficio propio.

Desde entonces vivo recluido en mi casa, machacándome en un banco de pesas profesional que me ha comprado porque según ella sería de ingratos devolverle el cuerpo achancletado, o sea pasado de peso como era el mío, haciendo un régimen durísimo y aclarando conceptos cada noche en la cama, conceptos que yo desconocía por completo, y que prefiero no preguntar cómo los ha descubierto. Ella está más feliz que nunca. Ayer me regaló varias sudaderas con capucha y unas gafas de sol para sacarme a la calle por la noche. De ahí mi preocupación del principio, tanto concepto, tanta pasión, tanto secretismo, tanta entrega… ¿Se habrá vuelto loca?

Os seguiré informando,  pero ¿no os extraña que durante este mes no hayamos sabido nada de Brad Pitt?

martes, 5 de febrero de 2013

Tengo Un Amigo Con El Alma En Rebajas


Tengo un amigo con el alma en rebajas.

Soñó con ser capitán de barco y sólo llegó a grumete de corazones usados en la taberna del puerto. Quiso gritar al mundo: ¡Ahí te quedas! y fue él quien se quedó. Rozó la gloria una mañana de abril por una poesía inacabada que una mujer sin gafas ni criterio leyó con entusiasmo, pero la inspiración lo traicionó con otro poeta más canalla y más rubio dejándole anclado en el primer verso.

Tengo un amigo con el alma en rebajas.

Se gastó una fortuna en comprar fines de semana porque su vida sólo le ofrecía lunes. Una tarde estuvo a punto de casarse pero no encontró con quien. Ahora imparte clases de soledad en una escuela nocturna para inmigrantes. Es tan buen profesor en esa materia que no tiene alumnos.

Tengo un amigo con el alma en rebajas porque cree que sin ella por fin podrá volar. 

lunes, 4 de febrero de 2013

Dicen Que El Tabaco Mata


Dicen que el tabaco mata, y el desamor, y tus ojos.

Tus ojos crean orificios de entrada y salida en el alma. Acuchillan como navajas en la madrugada haciendo jirones los deseos.
Voy a dejar de reciclar tus recuerdos. De nada me ha servido cambiarte el nombre, ni guardar tus caricias en el armario de la entrada para que tuvieran más cerca la puerta, ni entregar tus besos a otros labios bucaneros aguardando que huyeran avergonzados, ni siquiera apuntar en el paro al espejo donde te maquillabas.

Dicen que el tabaco mata, y el desamor, y tu soledad.

Comenzaré por quitar tus mentiras de la puerta de la nevera. Y los sueños que guardabas en el edredón para cubrirte por la noche, y la pasión que olvidaste en la almohada junto a esa mancha de perfume que no me deja dormir.

Dicen que el tabaco mata, y el desamor, y tu ausencia.

Voy a desandar tus pasos en el parque, a apagar la luz de la primavera que me prometiste, a viajar hacia la nada para no encontrarme con tu sombra. Por cierto, la bufanda que me regalaste jamás me resguardó de un resfriado.

Y luego dicen que el tabaco mata.

sábado, 2 de febrero de 2013

Hay Personas Que No Creen En Ti


Hay personas que no creen en ti, pero yo te quiero.

Hay personas que no creen en ti porque no te conocen, yo tampoco, por eso te quiero.

Y decidida a que el mundo no te ignore por más tiempo, comencé a hablar de tus méritos con todo aquél que me encontraba. El lunes le conté a un barrendero que habías inventado las caricias y que te negaste a registrarlas en la propiedad intelectual para que fueran de dominio público; me miró con excesiva seriedad mientras recogía una papelera, pero su “¡Qué tío!” con el que zanjó la conversación, me hizo albergar esperanzas de que su opinión te apoyará favorablemente en el sector de la limpieza.

El martes a mi compañero de asiento en el metro le dije que susurras a la mañana cuando es noche cerrada y que madrugas para colocar un arco iris en las ventanas; tras anclar una sonrisa durante dos estaciones que se hicieron eternas, me contestó con acento rumano: yo buscar trabajo bonito como suyo, ayuda por favor, comprar comida para mis siete hijos. Antes de bajarme le di un paquete de profilácticos con sabor de fresa que te había comprado y un billete de cinco euros; por las desmesuradas genuflexiones que hizo acompañándome hasta la puerta del vagón, creo que, gracias a nuestra contribución para controlar su censo de natalidad, tenemos a la comunidad de emigrantes rumanos en el bolsillo.   

El miércoles, en una manifestación en contra de los desahucios, interrumpí a un antidisturbios, que golpeaba con profesionalidad a una anciana, para contarle que me has enseñado que el amor es un juego de miradas que siempre pierde el que gana. Él, sin cejar en su empeño de ahorrar una pensión a la administración, me contestó: ya, ya, quédate ahí que ahora te doy lo tuyo.

El jueves y el viernes estuve incomunicada en un calabozo de la comisaría, me acusaron de alteración del orden público, de insultos a la autoridad y de peligrosidad social. Me declaré culpable porque soy consciente de lo peligroso que es tu amor. Pero antes de que el sábado me dejaran en libertad con cargos, escribí otra de tus maravillosas frases en los muros del calabozo: una sonrisa ahuyenta los miedos y te regala el mundo.

Hay personas que no creen en ti, pero yo te quiero. 

viernes, 1 de febrero de 2013

Cualquier Día


Cualquier día dejo fumar. 

Esta reflexión me vino a la mente entre unas toses inoportunas y un ¡Dios mío me ahogo! que me crujió el pecho. Así, sin una intención religiosa, aunque lo parezca, de reprocharme ciertos hábitos, comencé a repasar la lista de malas costumbres que debía abandonar, como por ejemplo mirarme en ese espejo traidor que me devuelve una cara con más bolsas que un supermercado en hora punta. Cambiar de horóscopo para ser siempre del mejor de la semana. Llamar cariño a todo el mundo porque no me acuerdo de sus nombres. Contar contigo cuando no sabes de números. Pensar en ti.

Cualquier día dejo de inventarme tu amor.

Pegar patadas a las piedras con zapatos de tacón sin calcular la distancia hasta casa. Llorar para sentirme mejor. Jugar al Apalabrado con gente que busca en internet las palabras. Creer que Steve Jobs era Dios. Seguir el vuelo de una mosca. Buscar pruebas de que Steve Jobs no era Dios. Coger nubes por si te encuentro. Quererte.

Cualquier día dejo de soñarte.

Leer a García Márquez en el reclinatorio. Morderme las uñas pensando que son tus venas. Hacer el amor hablando de la corrupción. Comer helados para consolarme. Vivir en una ciudad para no estar sola. Estar sola. Esperar que amanezca para no echarte de menos. Sentirte.

Cualquier día dejo de mirarte.

Escribir en tu piel que la soledad es fría. Lamentar que sea tan fría. Hacer el amor comiendo chocolate. Hacer el amor sin banda sonora. Hacer el amor a ciegas. Hacer el amor creyendo que lo que hago es el amor.

Cualquier día dejo de hacer el amor sin ti, y después dejo de fumar. Cualquier día.